La Biblia, en el libro
de Job y en el de Salmos, entre otros, menciona a Leviatán, un enorme monstruo
marino a quien tan solo el Señor puede vencer.
Es una muestra del poder de Dios para crear y para destruir. Siglos después, Tomás Hobbs escribió un
famoso libro, al cual intituló Leviatán para así describir el estado omnipotente
comandado por un soberano absoluto, necesario, según el autor, para mantener el
orden y garantizar la estabilidad de la sociedad. Hobbs por supuesto no concebía de la
separación de poderes, ya que en el caso de un soberano absoluto eso no tiene
sentido. Sin embargo, aproximadamente
siglo y medio más tarde el Barón de Montesquieu publicó su también famoso libro, El Espíritu de las Leyes, en el cual
explicó que un gobierno democrático se fundamenta en poderes separados,
independientes e igualmente fuertes.
Solo así, pensaba él, puede evitarse la concentración de poder en una
persona o en una organización, ya que eso significaría la destrucción de la
democracia. Las ideas de Montesquieu
fueron recogidas en la constitución de los Estados Unidos de América y han sido
la base de la democracia de ese país. A
pesar de esa positiva y exitosa experiencia, todo indica que los humanos no
podemos destruir permanentemente a Leviatán.
A lo sumo logramos desterrarlo temporalmente. Con el devenir del tiempo, Leviatán muta y
toma diferentes formas en diferentes países.
Recientemente lo vimos en el estado Nazi en Alemania y en el estado
comunista de Stalin en la Unión Soviética.
En nuestro caso, y sin pretender igualarlo con los regímenes
totalitarios antes mencionados, Leviatán se ha encarnado en nuestro Congreso.
Permítanme explicar por qué.