La idea de
crear un Tribunal Constitucional ha retornado al diálogo de los políticos,
demostrando, una vez más, que sus prioridades están totalmente divorciadas de
las prioridades de la población.
Mientras la nación se desangra, mientras la ciudadanía vive atemorizada
y amenazada por la violencia y delincuencia, y mientras el pueblo siente el
impacto del desempleo y del alza en el costo de la vida, los políticos se
enfrascan en discusiones bizantinas.
Pero, además de ser este tema absolutamente irrelevante desde la perspectiva
del ciudadano, me parece que percibo una seria amenaza a nuestra
institucionalidad, a nuestro “contrato social”, como diría Rousseau. Permítanme explicar por qué.
Nuestro
sistema de gobierno, desde el momento de nuestra independencia, es presidencial
y republicano. Nuestros próceres decidieron
replicar el sistema que pusieron en vigencia, por primera vez en la historia,
los líderes de la independencia de Estados Unidos. Ese sistema, además de presidencial y
republicano, se basa en la independencia de los tres poderes del Estado y en un
mecanismo de pesos y contrapesos que busca evitar que un poder del Estado
subordine a los otros. Nuestras
diferentes constituciones siempre han optado por tres poderes, independientes,
pero complementarios, y sin sometimiento del uno a los otros. Esos tres poderes son el Legislativo, el
Ejecutivo y el Judicial, cada uno con su área de competencia según la define la
constitución.
El Poder
Legislativo promulga las leyes y al Poder Judicial le compete aplicarlas a cada
caso en particular. A diferencia del sistema
anglo-sajón, nuestro Poder Judicial no crea nueva legislación, sino que tan
solo aplica la que promulga el Legislativo.
Entre otras tareas le compete al Poder Judicial decidir si las leyes
promulgadas por el Legislativo, y los acuerdos y decisiones del Ejecutivo, son
compatibles con la constitución, es decir, si son o no constitucionales. Claramente que en el sistema de pesos y
contrapesos esto debe ser así, ya que si la decisión fuera del Legislativo,
entonces, por definición, ninguna ley
por ellos promulgada podría ser inconstitucional, y lo mismo puede decirse del
Ejecutivo cuando juzga sus propios actos.
En términos más claros, no se puede o debe ser juez y parte.
Cuando se
trata de la Corte Suprema de Justicia, nuestro contrato social implícitamente
confiere a los Magistrados el don de la infalibilidad, no porque sean
infalibles, sino por razones puramente prácticas. Si no fuera así, las decisiones de la Corte
tendrían que ser apelables ante otra instancia, pero las decisiones de esa otra
instancia tampoco tendrían que ser infalibles e inapelables. La única forma de evitar que este proceso se
repita ad infinitum radica en
acordar, como lo hemos hecho en nuestro contrato social, que en lo secular y en
los asuntos del Estado, las decisiones de la Corte Suprema, u otra institución, serán
consideradas infalibles e inapelables.
Eso no
quiere decir que en efecto los Magistrados adquieren el don de la infalibilidad
cuando son nombrados. Seguramente que
sus decisiones serán frecuentemente criticadas y muchos pensarán que hasta son
equivocadas, pero nuevamente, lo que hemos acordado, lo que hemos pactado, lo
que sustenta nuestra forma de gobierno es que, nuevamente en temas seculares,
la opinión de la Corte es la última palabra.
Es inapelable y definitiva.
Sostener lo contrario es simplemente promover el cambio de nuestra forma
de gobierno, sometiendo un poder a los otros.
Habrá
quienes arguyan que la Corte es juez y parte cuando juzga temas de
constitucionalidad, lo cual me parece difícil de probar, y en todo caso lo
mismo podría decirse del Tribunal Constitucional. De hecho, en lo referente a los recientes
fallos de la Corte, o en lo concerniente a los recursos que se le han
planteado, ninguno cae en este ámbito.
En ninguno de ellos puede decirse que la Corte es juez y parte. Es, por supuesto, posible, o probable, que
algunas decisiones de la Corte no sean del agrado de los otros Poderes del
Estado, pero esa no es razón para criticar la Corte. En general, en cada fallo de un tribunal de
justicia, una parte pensará que la decisión fue correcta y alabará al tribunal,
pero la otra parte dirá que el fallo fue incorrecto y criticará al
tribunal. Sin embargo, esa es la
naturaleza de la labor del Poder Judicial.
Les resulta imposible quedar bien con ambas partes litigantes, y no por
eso deja su labor de ser válida, legítima y necesaria para la vida republicana.
A mi
juicio, lo que ocurre es que a nuestros políticos no les termina de agradar la
independencia de la Corte. Después de
todo, a partir de la participación de la Junta Nominadora, todas las
Administraciones, incluyendo la Administración Flores y excluyendo a la
Administración Maduro, han tenido enfrentamientos con la Corte. El propuesto Tribunal Constitucional tan solo
representa una medida por recuperar el poder del Sistema Judicial por parte de
los políticos. Tan es así que me atrevo
a pensar que en la propuesta que consideran en el Poder Legislativo los
magistrados de ese Tribunal serían nombrados directamente por el Poder
Legislativo, sin participación alguna de la sociedad o de una Junta Nominadora. De esa manera se aseguran el control del
Tribunal.
Ojalá que
yo esté equivocado y no se trate de un esfuerzo de los políticos por volver a
tomar el control del Poder Judicial, ya que eso significaría un gran y
peligroso retroceso en nuestro desarrollo institucional. Ya no solo habríamos abandonado el espíritu
innovador y reformista que imperó cuando el ahora Presidente Lobo presidió el
Congreso Nacional, sino que estaríamos frente a la contra-reforma. Ojalá que esté equivocado, que las aguas
retornen a sus cauces, y que los políticos se dediquen a resolver los problemas
que agobian a la población.
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