A partir de la Administración Zelaya nuestro
país parece encaminarse a la desintegración, hacia lo que se denomina un
“estado fallido”. Hemos presenciado la
pérdida del control de nuestro territorio y del monopolio en el uso de la
fuerza por parte del Estado. Hemos sido
testigos de las luchas entre los poderes del Estado, de la intromisión de un
poder del Estado en el área de competencia de otro poder y hasta de intentos de
desacato por parte de altos funcionarios del poder Ejecutivo. Todos recordamos cuando el histrión, en su
obsesión por la tristemente célebre cuarta urna, declaró que no acataría un
fallo de un tribunal de justicia, y la semana recién pasada un secretario de
estado manifestó que no cumpliría con un fallo de la Corte Suprema de
Justicia. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué podemos esperar? ¿Habrán decidido nuestros gobernantes que
nuestro país no tiene futuro y que por tanto no hay razón para siquiera
aparentar que somos un estado de derecho?
Cuando nos asociamos como sociedad,
cuando acordamos nuestro contrato social, lo hacemos para preservar nuestros
derechos fundamentales: la vida, la libertad y la propiedad. Para ello, cedemos en algunas de nuestras
pretensiones individuales. Renunciamos a
establecer nuestras propias reglas y a hacer justicia por nuestra propia mano,,
reconociendo que la alternativa, es decir que cada quien haga sus propias
reglas y se haga justicia por sí mismo, llevaría al caos y a la destrucción de
todos. Cedemos entonces al Estado la
formulación de las reglas de convivencia social y le otorgamos el uso exclusivo
de la fuerza precisamente para hacer valer esas reglas, es decir, para proteger
nuestros derechos fundamentales. La
organización del Estado puede tomar diversas formas, entre ellas la monarquía,
el sistema parlamentario y el sistema republicano. El sistema republicano moderno en esencia
nace con la independencia de los Estados Unidos de América y contempla la
división de poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Los creadores del sistema temían el
surgimiento de regímenes dictatoriales o autoritarios y para evitarlo buscaron
a toda costa impedir la concentración del poder en una rama del Estado. Fue así como diseñaron un sistema de pesos y
contrapesos. En su concepción, el poder
Legislativo promulga las reglas del juego, las leyes, el poder Judicial las
interpreta y aplica, y el Ejecutivo hace valer los fallos del poder Judicial y administra
los recursos del Estado con el propósito fundamental de proveer los bienes
públicos necesarios para el desarrollo de las personas y la sociedad. Estos bienes públicos, como las calles,
carreteras, aceras y caminos, así como el aire que respiramos y el agua de
nuestros ríos, lagos y mares, son especiales ya que su uso por una persona no
impide el uso por otras. Esta
particularidad hace improbable que una persona invierta en la construcción o
mantenimiento o preservación de ellos, ya que no puede capturar todos los
beneficios que produce su inversión. Por
esta razón es el Estado el llamado a construir y proteger los bienes públicos
comunes, con los recursos de, y para el beneficio de, todos.
Siendo esto así, ¿qué es lo que nos ha
ocurrido? Primero que el Estado ha
perdido el control del territorio nacional.
Me aseguran que hay zonas del país que controla el narcotráfico y es a
ellos a quienes se debe solicitar autorización para transitar por ellas. En cuanto al monopolio en el uso de la
fuerza, es evidente que hay varios grupos, los narcotraficantes, las maras y la
delincuencia común, que cotidianamente y sin autorización estatal recurren a la
violencia para satisfacer sus deseos y ambiciones.
Por otro lado, leemos con preocupación
como un poder del Estado se entromete en los asuntos que son potestad de
otro. En el caso más reciente el
Presidente del Congreso ha decidido instruir al Secretario de Finanzas,
funcionario del poder Ejecutivo, para que administre el presupuesto de la Nación
según la conveniencia de ese diputado.
Por otro lado, el Poder Judicial, y la Corte Suprema en particular, han
sido blancos de frecuentes ataques.
Continuamente se cuestiona su participación en ciertos temas, aunque
claramente haya estado de por medio la interpretación de la ley y la
administración de justicia. Algunos
dirán que esto es parte del ejercicio democrático y que hasta en Estados Unidos
se dan estas situaciones, y tienen razón.
Sin embargo, los galimatías del Presidente Obama no deben ser motivo de
regocijo, ni de emulación. Un error
simplemente no justifica otro. Por otro
lado, nadie en Estados Unidos se atreve a proponer la creación de otros
tribunales para debilitar la Corte Suprema, ni los funcionarios se declaran en
rebeldía frente a los fallos de los tribunales.
Que un Secretario de Estado arguya que él es el verdadero y legítimo
intérprete de la ley es realmente asombroso.
Ya lo habíamos vivido con Zelaya, pero pensábamos que habíamos superado
esos disparates. Claramente que nos
equivocamos y ahora solo resta preguntar ¿hacia dónde nos llevan? ¿Qué es lo que pretenden?
Dios quiera que veamos que estamos al
borde del abismo y que recapacitemos.
Todavía hay tiempo, pero no mucho.
Al final, la soberanía reside en el pueblo y solo nosotros podemos
rescatar nuestro país. Las elecciones se
acercan y ahora más que nunca debemos usar nuestro voto para rescatar nuestro
país. Todos debemos preguntarnos cuál, o
con suerte cuáles, de los candidatos pueden convertirse en adalides del rescate
de nuestro país. Ahora más que nunca
debemos hacer buen uso de nuestro voto.
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