Con frecuencia observamos las posiciones
que los países, particularmente los grandes y poderosos, adoptan frente a los
problemas que se dan en el ámbito internacional. Por razones obvias uno quisiera que esas
posiciones fueran consistentes y basadas en principios y valores éticos. Tal es el caso de las posturas asumidas en lo
referente a los golpes de estado que ocurren con alguna frecuencia en el mundo. Lamentablemente lo que se observa es simple y
sencillamente la búsqueda de la conveniencia de cada país, sin importar caer en
la inconsistencia y en el cinismo. Tal
es el caso que ahora se presenta frente a lo acontecido en Egipto. Permítanme
explicar por qué.
Todos seguramente recordamos el caso de un
país pobre, pequeño e irrelevante en el juego geopolítico, en el cual los
poderes Legislativo y Judicial decidieron destituir al presidente de la
República por violaciones a la constitución.
De inmediato la comunidad internacional, incluyendo al país más poderoso
del mundo, se rasgó las vestiduras e invocó los más altos y sagrados principios
democráticos para condenar lo acontecido y para aislar y sancionar al país,
salvo que aceptara restituir inmediatamente al ex presidente. A nadie le interesó estudiar la constitución
del país, sino que le aplicaron conceptos del “juicio político”, del “debido
proceso” y el “derecho a la legítima defensa” contemplados en sus
constituciones, a pesar de que la constitución del país en cuestión preveía
otro procedimiento. El mensaje era muy claro: los golpes de estado
no son aceptables para la comunidad internacional y, cuando ocurran, deben ser
objeto de repudio y sanciones. Una
posición respetable y defendible, basada supuestamente en altos valores y
principios éticos y morales.
Todo esto, sin
embargo, ha quedado desmentido por lo ocurrido recientemente en Egipto, donde
el ejército, sin que el poder Legislativo o el poder Judicial intervinieran,
decidió deponer al primer presidente electo democráticamente, sin alegar siquiera
alguna disposición o violación constitucional.
Para colmo de males el derrocamiento del presidente ha sido acompañado
de derramamiento de sangre y de órdenes de captura para algunos seguidores del
depuesto presidente. Los militares han
también escogido al presidente interino y no han anunciado aún cuando
celebrarán elecciones nuevamente. En
pocas palabras, un clásico golpe de estado ejecutado por las fuerzas
armadas. Pero asómbrese, estimada
lectora, porque el país más poderoso del mundo no se ha atrevido a llamarlo
golpe de estado, mucho menos a condenarlo e invocar la aplicación de
sanciones. Es más, su presidente ha
recurrido a todo tipo de artimañas semánticas para evitar mencionar las
palabras “golpe de estado” porque eso le obligaría a cancelar la cuantiosa
ayuda militar que otorga a Egipto, alrededor de mil trescientos millones de
dólares anuales. Como verá el estimado
lector, estamos frente a la realidad desnuda: la política internacional de la
nación más poderosa se basa en su conveniencia nacional y no en principios o
valores democráticos. Los principios y
valores son útiles solo cuando se trata de naciones pobres e irrelevantes en el
tablero internacional. En esos casos, se
busca aplicar esos altos valores a pesar de las consecuencias que pueda sufrir
la pequeña y pobre nación. Para los
grandes y sistémicos, tolerancia; para los pequeños e irrelevantes, las más
altas normas y principios, aunque esto los suma aún más en el desorden y la
pobreza.
A mi juicio no
cabe duda que los militares se saldrán con la suya en Egipto. Que yo sepa, nadie ha pretendido aislar al
país de la comunidad internacional.
Después de todo se trata de un país grande. El más poblado de las naciones árabes. De hecho otras naciones árabes le han
ofrecido cuantiosas ayudas económicas para consolidar el proceso iniciado por
los militares. Los principios y los
valores, al igual que el depuesto presidente, han sido ignorados y
olvidados. Es esta una lección que debemos
aprender a conciencia para así diseñar mejor nuestra política
internacional. No son los sermones
altisonantes de los funcionarios de otros países los que deben guiar el diseño
de nuestra política internacional, sino la conveniencia nacional basada siempre
en principios éticos consistentes.
Aprendamos de los errores de otros.
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