lunes, 9 de diciembre de 2013

Lecciones de las elecciones

Habiendo transcurrido, muy exitosamente, nuestras elecciones, es conveniente analizar las lecciones que nos han dejado a fin de consolidar nuestra democracia.  Las lecciones son varias, tanto positivas como negativas, pero comencemos con las positivas.

Las elecciones han puesto de manifiesto la importancia de contar con observadores internacionales serios y creíbles.  La población ha sido testigo de la actitud pueril de don Mel y de don Salvador.  Sin embargo, de no ser por los testimonios de los observadores internacionales, la izquierda internacional hubiera empañado el proceso a fin de dar credibilidad al reclamo de don Mel. Los observadores internacionales han contribuido a prestigiar el proceso y a consolidar nuestra frágil democracia.  También debemos enfatizar la labor profesional del TSE, particularmente si se compara con la burda actitud que asumió durante el proceso en el cual resultó electo don Mel. En esta ocasión la diferencia la marcaron los magistrados, y es allí donde reside el problema.


Debemos adoptar los mecanismos institucionales que hagan, sino imposible, al menos improbable que, como en el reciente pasado, se nombre políticos irresponsables y dogmáticos como magistrados del TSE. A mi juicio, esto requiere contar con un TSE despolitizado, para lo cual, como mínimo debemos contar con una Junta Nominadora que proponga candidatos de reconocida honorabilidad e independencia de los partidos políticos.  Esta, me parece, es una tarea urgente en el proceso de mejorar la legislación electoral.

Igualmente es impostergable introducir la segunda ronda si ninguno de los candidatos alcanza más del cincuenta por ciento del voto en las elecciones presidenciales.  La lectora probablemente recordará que don Mel fue el primer presidente electo con la minoría del voto presidencial.  En su caso, más de la mitad de los votantes no votaron por él, en un ambiente prácticamente bipartidista. En nuestro más reciente caso, nuevamente tenemos un presidente electo pese a que las dos terceras partes de los votantes no votaron por él. Es cierto que en este caso participaron cuatro fuerzas políticas fuertes en la contienda y por tanto era muy difícil captar más del cincuenta por ciento del voto, pero no es menos cierto que una victoria alcanzada de esta manera es percibida como débil y frágil. Esto por supuesto dificulta la gobernanza y permite reclamos baladíes, como el planteado por don Mel. Todo esto se evita con el resultado de la segunda vuelta, en la cual solo participan los dos candidatos que hayan recibido más votos.  Piense, usted, amigo lector, cuál hubiera ocurrido en una segunda vuelta, y como eso hubiera aniquilado las aspiraciones de don Mel y fortalecido nuestra democracia.

También ha quedado de manifiesto la injusticia que resulta de aplicar nuestra ley electoral, cuando resultan electos candidatos que reciben una pequeña fracción de los votos que reciben otros candidatos que no son declarados triunfadores. Claramente que vulneramos la voluntad popular cuando se margina a candidatos que lograron más de cien mil votos para favorecer a candidatos que solo recibieron treinta mil votos. Es hora de corregir esta injusticia incorporada en nuestra ley electoral, para lo cual la mejor opción sería el adoptar los distritos electorales uninominales. Esta alternativa además tiene la ventaja de incrementar la rendición de cuentas del diputado electo con sus electores. Como solo se votaría por un candidato por distrito, no habría duda en cuanto a quien representa a los votantes y los electores podrían fácilmente vigilar el comportamiento del diputado a fin de asegurar que representa adecuadamente sus intereses. Cuando un votante es representado por veintitrés diputados, como ocurre en Francisco Morazán, realmente es representado por nadie.

Los tres temas antes planteados requieren reformas a la ley electoral, y deberíamos proceder con sentido de urgencia ahora que el tema electoral está fresco en nuestra memoria. Los diputados harían bien, como parte del proceso de reforma, en considerar los requisitos mínimos establecidos para que un partido político no desaparezca. A mi juicio, lo contemplado en la ley pudo haber sido necesario para proteger a los mal llamados “partidos emergentes” en un ambiente de un clásico bipartidismo. Sin embargo, a la luz de la actual conformación de fuerzas, ese propósito se ha tornado irrelevante y deberíamos concluir que un partido que no capta ni el uno por ciento del voto presidencial debe desaparecer.  No tiene sentido alguno que seguimos dilapidando nuestros escasos recursos en alternativas que reiteradamente han sido rechazadas por la gran mayoría, más del noventa y nueve por ciento, de los votantes. Peor aún, nos exponemos (si es que no ha sucedido ya) a que se cree partidos políticos para que los dirigentes puedan quedarse con los fondos que los hondureños aportamos a los partidos por medio de nuestra legislación electoral.

Esas son las lecciones que a mi juicio debemos extraer del proceso político para mejorar nuestra legislación electoral. Hay otras lecciones, muy valiosas por cierto, pero que atañen al ámbito político, y a estas me referiré en un próximo artículo.

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